Bobo
Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vino y a dónde fue, algunos decían que provenía de la vieja ciudad de San Juan de los Remedios, huérfano de padre y madre, criado y educado en el viejo monasterio de la Iglesia del Carmen, por oficio y obligación debía tañer las campanas para llamar a misa e indicar la hora, parecería que nunca olvidó su labor, sí es que así fue, pues siempre corría por las calles de la Habana Vieja golpeando la pared con una sartén, señal que indicaba el fin de la jornada escolar de los niños.
De sus generales no se supo nada, así que lo bautizamos como “Bobo”, su edad era indescifrable, pues no aparentaba ser joven pero tampoco maduro y mucho menos viejo, algunos afirmaban que desde que su llegada al Barrio de Lawton, se conservaba igual.
Nunca se le conoció un trabajo serio y formal, a veces trabajaba de gritón en las guaguas de la ruta 23, cuando se hartaba del mismo paisaje urbano cambiaba a la 24 y viceversa, en ocasiones barría las calles o se la pasaba lavando platos en un pequeño restaurante para turistas sin dinero. Siempre andaba bien comido e incluso se daba algunos lujos casi imposibles para todos nosotros.
Su blanca dentadura y sus ojos juguetones rompían la complicidad que fraguaba con la negra noche que ni con luna llena se le podía ubicar. Era pequeño y delgado, tenía aspecto simiesco, brazos largos y delgados, pies grandes y regordetes, lampiño, con unas entradas prominentes que parecían perforarle su deforme cráneo, muy por encima estaban sus enroscados alambres que bien podrían ser una trampa mortal para cualquier mosca.
Era portador de una incomoda amabilidad y de un exagerado sentido del humor que sólo los locos pueden ostentar con una maestría indescriptible. Su risa cimbraba por igual las viejas casas de la calle de San Francisco, algunos perros aullaban, otros ladraban y algunos más se mostraban indiferentes, como si con ignorarlo podría desaparecer su presencia y apresurar su olvido.
Su jornada laboral se empalmaba con nuestro horario escolar, iba por nosotros a la escuela, nos llevaba dulces y chocolates, caminábamos o corríamos a diario por la calle de San Francisco desde Porvenir hasta terminar con nuestra loca carrera en, el mal nombrado, rió de la Guayabita que parecía más un arroyuelo seco. Al otro lado había un terreno baldío que utilizábamos como campo de béisbol.
Pasábamos horas y horas jugando a pesar del inmenso calor, Bobo era el encargado de dirigir nuestros complicados partidos, en ocasiones cortaba algunas ramas y las tallaba con tanto esmero que se asemejaban a un bate, con astillas, también apretaba pedazos de tela con aceite automotriz para simular una pelota, siempre llegué a creer que era un genio loco que había cruzado la diminuta barrera entre la inteligencia y la estupidez, sin haberse dado cuenta, con su despampanante talento pudo haber triunfado fuera de nuestros límites.
Al caer la tarde y nuestras energías nos íbamos caminando al malecón, al no poder comprar ningún helado ni refresco, comíamos con gusto los dulces que Bobo nos daba a manos llenas. Los mayores y los policías siempre veían con temor y desprecio a nuestro gran amigo Bobo, al pasar por las calles lo insultaban y en ocasiones hasta lo apedreaban con tan mala puntería que nosotros pagábamos con creces el aprecio de tan excéntrico personaje. Tal vez su único error fue haber sido diferente, el único delito para ser señalado y perseguido hasta el fin de su vida. Nunca se le vio triste, al término de cada palabra siempre esbozaba una sonrisa que dejaba desnuda su prominente dentadura y carnosa encía.
Al llegar al barrio nos sentábamos en un corredor viejo y húmedo, justo frente a la panadería Tosca, rodeábamos a Bobo que como el mejor de los maestros asumía su papel con aire de sublime grandeza. De sus misteriosas bolsas sacaba una botella a medias de Bucanero y un puro que alguno de nosotros presuroso lo prendía. En ese momento un hálito bohemio impregnaba el ambiente, nos hablaba de la vida, del exterior y también nos contaba historias fantásticas o anécdotas por demás inverosímiles pero interesantes. Ese instante breve y mágico se convertía en un universo paralelo, para nosotros no había nadie más en la calle, nada importaba, echábamos a volar nuestra imaginación y encendíamos nuestros sueños.
Todos hablábamos por igual pero nadie lo hacia con la facilidad de Bobo, siempre sacaba a relucir las historias de los guijes, duendes incapaces de hacer daño, juguetones y traviesos amigos de los niños y locos. Decía que le daban dulces y en ocasiones dinero, alguna vez llego a decir que un hombrecito le dio unos centenes a guardar. No le creímos hasta que enfadado sacó de su bolsillo remendado una hermosa moneda dorada, prueba de su aventura con un guije. Cada noche le pedíamos que nos relatara una y otra vez su historia, hasta que llegaba la hora de partir.
Siempre le tuvimos un inconmensurable respeto, ese respeto que se pierde con los años, que nos divide entre unos y otros.
Un día después de la rutina habitual en el campo, el malecón y el corredor, nos sentimos extraños, dejamos de soñar, de imaginar, de ser niños y locos. Perdimos la inocencia y con ella a Bobo que nunca volvió.